La Señora María Chicote

La Señora María Chicote

 

Asi describe el relato...

" En estos momentos, cuando libro dura pelea contra la indecencia que pretende apoderarse de la vida política del país, me llega la triste noticia de que la señora María Chicote falleció en mi pueblo natal, Caripe, el de las altas montañas verdes, de los florecidos bucares rojos y de las orquídeas multicolores, siempre bañadas de gotas de cristalina roció madrugador.

Era una mujer indisolublemente ligada a mi infancia. Por eso la recuerdo con afecto y con nostalgia. De niño, a su casa iba casi todos los días a desayunar con empanadas -las más sabrosas del pueblo- casabe y guarapo de borra. Solía hacerlo no sentado en mesa alguna, sino caminando y conversando con Reynaldo, hijo suyo y de mi misma edad, o escuchando los cuentos del señor Domingo Rodríguez, su dicharachero marido, viajero trashumante, por la montaña, hacia Catuaro y el muelle de Cariaco, transportando café, papelón o los deliciosos dulces que las expertas manos de la señora Maria confeccionaban con destreza y sazón inigualables.

Pero no sólo eran las empanadas y los dulces y la camaradería con Reynaldo lo que me llevaba con afectuosa frecuencia casa de la señora Maria Chicote, sino cambien la infinita dulzura contagiosa de su pausado hablar cautivador. Para mí, como para otros muchachos del pueblo, ella y su casa eran remanso de paz, y sobre todo, refugio seguro cuando la severidad hogareña, alentada por el abuelo calabrés, me perseguía con empeño para castigar una cualquiera de las travesuras en que solía incurrir la impulsividad de mi Infancia turbulenta.

antigua casa maria chicote

Antigua casa de doña María Chicote - Foto de Antonio Tepedino


A la puerta de su casa se estacionaba erguida y seria como una exigente maestra de escuela, y era trinchera inexpugnable para todos los querían incursionar en el interior del hogar en procura del muchacho 'bolero', que se había "robado" una panela para ir al rio a jugar, en la poza de Martorano, el apasionante Pancho Jolo. Quizás ahora los muchachos de Caripe no sepan quién fue la señora María Chicote y cómo y de qué manera se metió en nuestras vidas limpias, afanosas de aventuras juveniles, que constituían la antesala de las más variadas esperanzas.

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Yo recuerdo, como si lo estuviese viviendo ahora, cuando a ella acudí para mostrarle el telegrama que mi padre nos había enviado desde Caracas y en el cual nos participaba que la familia - mi madre, mis hermanas y yo- debíamos venirnos a Caracas dentro de muy pocos días. Ante ella llegué jadeante atropellándome con las palabras en la boca le participé la buena nueva, que ella saludó como una excepcional oportunidad para mí, puesto que en la capital de la República estaban a la mano todas las posibilidades para moldearme bien y hacerme, como gustaba decir, 'un palo de hombre". Y se nos iba el tiempo, sentados Reynaldo y yo en un estrecho banco que estrechaba la cocina, y ella afanosa y apegada al fogón de ardientes candiles, imaginando a Caracas, que no conocíamos ninguno de los un contertulios. Ni tampoco el señor Domingo - quien solía presentarse de improviso en las largas tertulias- pero puesta su palabra a volar en alas de su imaginación, parecía un minucioso cronista de la ciudad, todavía de los "techos rojo".

Y también grabado está en mi memoria, con caracteres indelebles, el día de la despedida. En recua partimos del pueblo, cuando el sol aún no se había levantado. Yo, junto con Luis Antonio Peinado adelante, caballero en un "macho" caminador. Mi madre y mis hermanas detrás. Las más pequeñas, en sendas "mares" al lomo de una mula, mansa y guapa y conocedora del camino. Obligatoriamente teníamos que pasar por delante de la casa de la señora Maria Chicote, porque vivíamos en la misma calle, dos cuadras más arriba, es decir, hacia Concha de Coco. Estaba en la puerta de su hogar, blanco pañuelo arrugado entre sus mataos y poblados de lágrimas sus maternales ojos Reynaldo a su lado, cabizbajo, asido a ella como un juvenil bejuco enredador.

Al verlos allí, en afectuosa actitud de despedida, bajé presuroso de la cabalgadura y me eché en sus brazos, lloroso y compungido. Pero supe escuchar sus buenos consejos: pórtate bien, hijo; estudia, estudia mucho y nunca olvides a esta vieja - no lo era, en realidad- que siempre te ha querido mucho. Y de vez en cuando, por favor, escríbenos. Me zafé de la afectuosa apretura de sus brazos, volví a montar el robusto "macho" y cuando cruzábamos la esquina para enrumbarnos hacia Amanita, vi un pañuelo blanco que se agitaba en una mano delgada y fuerte, por hacendosa, y divisé sus lágrimas, maternales y dulces, como el agua pura del rio Chiquito".

 

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